Por su parte, antes de que la llegada de los romanos, los iberos ya producían jamones y embutidos.
En realidad este era el resultado del desarrollo de técnicas de conservación de los alimentos que, en muchos casos, consistían en desecar la carne en sal.
Así, en el siglo I, el historiador griego Estrabón ya mencionó el jamón de Iberia, afirmando que los Kerretanoís de los Pirineos elaboraban excelentes jamones, al igual que los Cántabros.
Además, el termino «serrano» hace referencia a la forma que tenían de curar el jamón estos pueblos en parajes elevados, donde el clima frío y seco facilita la curación y consigue su sabor tan característico.
Al inicio de la época romana, la matanza del cerdo la hacía el cocinero o «coquus» pero después se especializaron en ello los llamados llamados «vicarius supra cenas».
Posteriormente, en época medieval, la preparación de los jamones entró también en monasterios, donde los monjes además de cuidar de sus huertos, solían disponer de algún cerdo.
Al mismo tiempo, se va perfeccionando la forma de curación, así como los sistemas de producción de los animales.
Esto provocó la aparición de un producto mucho más perfeccionado.
Ya a lo largo de los siglos han ido apareciendo variedades en función del tipo de cerdo empleado, de la alimentación del mismo, o de la denominación geográfica: Teruel, Gijuelo, Jabugo, Trevélez…
Pero todos tienen algo en común: están buenísimos.